Este artículo fue publicado hace más de un año, por lo que es importante prestar atención a la vigencia de sus referencias normativas.

¿Quo vadis revisoría fiscal?


En eventos aquí y allá se aborda el tema de la revisoría fiscal y su futuro inmediato de cara a la reforma exigida al Código de Comercio. Se oye muy de cerca el rumor del pregonar de los arúspices del cataclismo de la revisoría fiscal. También se mueve la otra escuela, la que vuelve a la carga con su propuesta, no importa que no haya sido capaz de hacer la reforma en los últimos 50 años, como me lo recordó alguien al final de una reciente reunión sobre el tema.

Encontramos a quienes, con base en las nuevas tecnologías, proponen la abolición de la revisoría fiscal y la entronización de la auditoría externa, en defensa de la cual llegan hasta a proponer conceptos oscuros como el de la facultad de ceder el contrato de revisoría fiscal. También, a quienes ven en la revisoría fiscal un modelo de fiscalización privada, desarrollado como una auténtica expresión del Estado social de derecho. Coinciden ambos en el concepto de que la revisoría fiscal es una institución; luego la teoría del órgano societario es cosa superada.

Para pedir la abolición de la revisoría fiscal, sus detractores proponen un modelo de auditoría externa en el que la función del revisor fiscal se limitaría a emitir un dictamen sobre estados financieros de fin de ejercicio para ser entregado únicamente a “la máxima autoridad de la entidad”; este revisor fiscal solo podría auditar la información que entregue la entidad “supervisada”; la realización del trabajo podría fraccionarse entre las firmas “de la red”; el ejercicio de sus funciones dependería de “si la máxima autoridad de la entidad así lo aprueba”; y carecería de atribuciones para convocar reuniones directivas y del máximo órgano societario. Se quiere reducir al revisor fiscal a ser un simple contratista de la entidad. En su defensa, los pregoneros de la auditoría dicen que las nuevas tecnologías con base en aplicaciones de inteligencia artificial, como el blockchain, llevan el negocio de la auditoría al estadio de algo que llaman “economía de confianza”, en la que el trabajo del auditor como garante de la integridad de la información llega a su fin; todo un harakiri.

Para promover la permanencia de la revisoría fiscal, sus preservadores precisan que esta es una institución de origen legal que “se fundamenta en la fiscalización privada”, que existe y actúa “por motivos de interés público”, que su existencia se entiende “para dar seguridad a los agentes que intervienen en la economía”, que su dictamen excede el alcance de la sola verificación del cumplimiento de las particularísimas políticas contables del ente fiscalizado, y que se mantiene la capacidad de convocar a los órganos de administración y dirección de la sociedad, pues sin ella no se entendería un ejercicio en aras del interés público. Aquí el tema de la tecnología también aplica, pues ella es solo un instrumento, una herramienta, algo que no da ventaja comparativa.

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Que al fiscalizador le paga sus honorarios el fiscalizado es cierto, pero, a diferencia del modelo contractual, el origen legal de la revisoría fiscal la protege del capricho del pagador, de tal suerte que su inobservancia expone a los administradores societarios a una acción social de responsabilidad por los perjuicios que pueda causar esa actuación. Así, no puede exigir el fiscalizado que el revisor fiscal le conceda la razón en todas sus pretensiones, pues en este ejercicio profesional el cliente no siempre tiene la razón.

En el horizonte se vislumbra que la revisoría fiscal en ambiente de tecnología se fortalece y robustece su independencia. Faltan algunas cosas para el adecuado ejercicio de la revisoría fiscal, tales como que la elección del revisor fiscal se desprenda del voto por acción, como ya lo he propuesto; que se garantice la real y verdadera ayuda de las entidades públicas, pues no se puede seguir mirando a la revisoría con ojos de auditoría y seguir proponiendo que, ante la ausencia de colaboración del Estado, el revisor fiscal se limite a dar una salvedad en su dictamen; y que se racionalicen sus responsabilidades legales, dado que ese Superman fiscal de las normas no es viable. Son transformaciones que puede y debe hacer el legislador. Este es el momento.

Seamos sinceros: la auditoría externa defiende intereses particulares, mientras la revisoría fiscal actúa sobre el criterio del interés público. Lo primero lo hacen mejor las máquinas. Lo otro, solo puede hacerlo un ser humano.

Juan Guillermo Pérez Hoyos

Juan Guillermo Pérez Hoyos

Contador Público y socio director de proyectos de Aserto Asesores Consultores Ltda. Realizó un curso intensivo de derecho tributario internacional –CIDTI– 2015 impartido por la Universidad Austral de Buenos Aires. Cuenta con una maestría en derecho tributario y una especialización en auditoría externa y revisoría fiscal. Ha sido autor de guías de aspectos tributarios y contables de las entidades sin ánimo de lucro (Cámara de Comercio de Bogotá; 2015, 2016 y 2017); y recibió el Premio Nacional al Mejor Trabajo de Investigación Contable 2003.

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