Este artículo fue publicado hace más de un año, por lo que es importante prestar atención a la vigencia de sus referencias normativas.

Repensando el PND


Lo vivido en las últimas semanas con la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo –PND– en el Congreso nos lleva a cuestionamientos acerca del mismo como instrumento de planeación. De hecho, superado el trámite, el país debería iniciar un debate constructivo al respecto, al igual que sobre el proceso que, de comienzo a fin, debe seguir el plan.

La primera pregunta que habría que hacerse es si tiene sentido que el PND sea elaborado por el Departamento Nacional de Planeación, entidad sin iniciativa legislativa, cuando el que lo presenta ante el Congreso es el Ministerio de Hacienda. La experiencia muestra que en ausencia de buena articulación, o cuando hay diferencias técnicas entre estas entidades, surge controversia de quién decide al final. Y pese a que el PND debe guardar consistencia fiscal, este es un punto que debe revisarse. Igualmente, útil es preguntarse qué sentido tiene que, tratándose de la hoja de ruta del Gobierno de turno, el PND termine incluyendo disposiciones que este no avala, como ocurrió con el sonado aumento de aranceles.

De otro lado, las bases del PND se plasman usualmente en un documento técnico y riguroso, que presenta diagnósticos, objetivos, estrategias, acciones, indicadores y metas para todas las áreas concebibles de política pública. No obstante, esto, que a primera vista parece una fortaleza, termina siendo una gran debilidad. Es demasiado extenso y, por abarcar demasiado, no tiene foco en las prioridades del Ejecutivo.

Las bases deberían restringirse a las apuestas estratégicas del Gobierno entrante, reconociendo que en muchos temas las políticas continúan como venían ejecutándose. Es lo deseable, a la vez que evita que cada cuatro años el nuevo Gobierno reinvente lo inventado. Es posible, sin embargo, que exista el incentivo a incluir todo, por temor a que lo que allí no quede no pueda luego ejecutarse con presupuesto de inversión.

El articulado, que es finalmente lo que sale del Congreso, debería incluir solo lo que requiera rango legal para su implementación. Al respecto, no parece existir un mecanismo de verificación, lo que puede explicar, en parte, la proliferación de artículos, que pasaron de 137 en 2002-2006, a 276 en 2010-2014, y a 349 en 2018-2022.

La extensión del articulado también se explica por la facultad que tiene el Gobierno para modificar las bases. El plan actual fue radicado por el Gobierno con 183 artículos y en el proceso se presentaron cerca de 4.500 proposiciones. Algunas se incluyeron por considerarlas apropiadas y otras se desecharon de plano. Por su parte, acoger las primeras implicó, en algunos casos, modificar las bases estratégicamente en anticipación al examen de conexidad de la Corte Constitucional. De no ser viable modificarlas, la ley se mantendría, en términos generales, alineada a la visión que el Gobierno plasmó inicialmente en el proyecto. Finalmente, el plan se aprobó con 349 artículos.

El trámite llevado a cabo en el Congreso sobre una ley que instrumentalice el programa del Gobierno electo es democrático; abre el debate, en ocasiones mejora las iniciativas planteadas y le da legitimidad a lo aprobado. No obstante, es muy costoso para el país que el programa no pueda ponerse en marcha formalmente desde que se posesiona el presidente. Es preciso encontrar la forma de acortar el proceso y contar con un mecanismo que armonice la visión del Gobierno de turno con las políticas públicas de largo plazo.

Rosario Córdoba Garcés

Rosario Córdoba Garcés

Economista y Magister en Economía de la Universidad de los Andes. Actualmente se desempeña como presidente del Consejo Privado de Competitividad

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