Aunque la reforma fue diseñada para facilitar su necesaria aprobación, es claro, como bien lo reconoce el mismo Gobierno, que no resuelve los problemas estructurales del sistema tributario ni tampoco los de sostenibilidad.
Después de varios meses de socialización en busca de consensos, y como estaba anunciado, el Gobierno radicó ante el Congreso el pasado 20 de julio el proyecto de reforma tributaria, ley de inversión social, mediante la cual pretende recaudar 15,2 billones de pesos para continuar con los programas sociales y los de apoyo a empresas, estimular la generación de empleo y contribuir a la estabilización de las finanzas públicas.
La reforma, la sexta en diez años, incluye la extensión del Programa Ingreso Solidario hasta 2022, la ampliación del Programa de Apoyo al Empleo Formal –Paef– por seis meses y la introducción del subsidio de 25 % del salario mínimo para incentivar la contratación de jóvenes.
Si bien la reforma fue diseñada de modo que se facilitara su necesaria aprobación, es claro, como bien lo reconoce el mismo Gobierno, que no resuelve los problemas estructurales del sistema tributario ni tampoco los de sostenibilidad.
Una vez más con los mismos argumentos de siempre se aplaza la reducción de las exenciones de renta e IVA y de los regímenes especiales (cuyo costo fiscal es del 6,6 % del PIB), así como la ampliación de las bases gravables de los impuestos directos e indirectos para lograr mayor progresividad. Igualmente, la oportunidad de avanzar hacia un tratamiento más equitativo de las rentas salariales, pensionales y de capital, y la introducción de impuestos verdes que corrijan externalidades ambientales negativas.
Más grave aún, la reforma va en contravía de la competitividad de las empresas y desincentiva la inversión privada. El aumento de la tasa de renta de las empresas del 31 % al 35 % a partir de 2022 (que junto con la reducción al 50 % del descuento al pago del ICA concentra cerca del 70 % del recaudo adicional esperado) consolida a Colombia como el país con la tasa corporativa más elevada de los países miembros de la OCDE, cuya tarifa promedio es 24 %.
Contrario a las recomendaciones de la Comisión de Expertos en Beneficios Tributarios, se sigue recargando sobre las firmas un elevado porcentaje del recaudo y se generan incentivos para seguir compensando las reducidas bases gravables con incrementos en las tarifas nominales. De hecho, actualmente casi el 80 % del recaudo de impuestos directos proviene de las firmas frente al 29 % de la OCDE, de los cuales cerca del 72 % recae sobre algo menos de 3.300 empresas.
De aprobarse el proyecto como fue presentado, es decir, sin ningún ajuste para lograr ingresos adicionales, el Gobierno tendrá necesariamente que presentar una nueva reforma el año entrante y tendrá que enfrentar las difíciles discusiones tantas veces pospuestas. No hay más remedio.
Rosario Córdoba Garcés
Presidenta del Consejo Privado de Competitividad.